La guerra por los niños

Por qué los videojuegos violentos no nos vuelven psicópatas


Competencia y sublimación

No parece haber causado demasiado revuelo en la sociedad victoriana el que Peter Pan, un niño que aún tenía dientes de leche, afirmara que en sus aventuras solía matar piratas por montones, de los modos más crueles y sádicos. Todo lo contrario: generaciones y generaciones de padres han leído a sus descendientes las historias del niño que no quiso crecer, sin que esto suponga un escándalo mayor. ¿Por qué nos preocupa entonces un poco de sangre, vísceras y tripas en la pantalla de nuestros televisores, y un poco de violencia gratuita, por la pura diversión (for the lulz) en nuestros videojuegos?

En la teoría psicoanalítica clásica, la sublimación es el proceso mental por el que la energía sexual (libido) se transforma en otro tipo de actividad. La sublimación puede entenderse (y así ocurre en la química) simplemente como un cambio de estado. La violencia “guardada” en nuestra memoria genética, que servía para poder cazar mamuts, por ejemplo, se ha sublimado, es decir, se ha transformado en actividades de competencia. Sí, como los deportes o los videojuegos. Estudios recientes han demostrado que la competencia es el verdadero detonador de la violencia entre los jóvenes, independientemente del contenido del juego.

Tal vez si el teniente John Rambo hubiera sublimado el estrés postraumático de la guerra a través de una terapia ocupacional o experiencial (como los videojuegos), no se hubiera convertido en un psicópata. O no
Tal vez si el teniente John Rambo hubiera sublimado el estrés postraumático de la guerra a través de una terapia ocupacional o experiencial (como los videojuegos), no se hubiera convertido en un psicópata. O no

El escritor cubano Guillermo Cabrera Infante cuenta una curiosa historia que ejemplifica perfectamente la violencia y la competencia implícitas en el juego. Se trata de dos campeones mundiales del ajedrez, Alejin de Rusia y Capablanca, cubano. Una noche, un campesino ruso llega a la habitación de Alejin, afirmando que puede derrotarlo con blancas en 12 jugadas, toda una proeza (y seguramente ustedes se habrán topado con presumidos en Xbox LIVE de este tipo, cualquiera los conoce). El campeón, para sacárselo de encima, puso las piezas en el tablero. Efectivamente, el sencillo campesino había derrotado en 12 jugadas a uno de los mayores ajedrecistas de la historia. Alejin pidió revancha y perdió de nuevo. Luego llevó al hombre al cuarto de Capablanca, donde el humilde maestro repitió la hazaña. En el cuento de Cabrera Infante alguien pregunta “¿qué pasó?”, a lo que Alejin responde: “Pues que Capablanca y yo matamos al viejo. Ahí mismo en su cuarto y luego lo echamos al Neva. Eso fue lo que pasó. De no haberlo hecho ni Capablanca ni yo habríamos sido campeones de ajedrez del mundo. ¡Del mundo! Yo todavía lo soy.”

Según mi modesto parecer, la mejor enseñanza de los videojuegos es precisamente aprender a lidiar con la frustración para desarrollar el carácter. Es decir, aprender a perder. Creo que ahí está la verdadera diferencia entre los niños y los adultos: los niños no han aprendido que en la vida puede haber factores ajenos a su control, con los cuáles tendrán que lidiar tarde o temprano. La historia de Alejin y Capablanca muestra eso (entre otras cosas). Aprender a perder no implica volverse mediocre o descuidado: me refiero a esa sensación que los gamers conocen perfectamente cuando ven aparecer GAME OVER o CONTINUE? en la pantalla. En ese caso perder es solamente volver a comenzar. Pero los educadores no piensan igual.

Versiones de la infancia

Seguimos viendo noticias como esta donde los maestros aún piensan que jugar videojuegos puede explicar todos los males de la sociedad. El recurso aquí es reconocer al gobierno como el padre que debe resolver todos los problemas de la familia disfuncional que es toda sociedad. ¿Pero dónde están los padres, los que verdaderamente deberían hacerse cargo de la educación de los niños? Según una alarmante encuesta, a los padres les importa muy poco lo que sus hijos juegan.

El filósofo esloveno Slavoj Žižek utiliza un excelente ejemplo para entender la relación entre padres e hijos con respecto a la ficción: “Celebramos el ritual de Papá Noel porque nuestros hijos (se supone que) creen en él y no queremos decepcionarlos; y ellos fingen creer para no desilusionar nuestra creencia en su ingenuidad (y para recibir regalos, por supuesto.)” Es decir: los niños, y eso todos podemos notarlo, son más inteligentes de lo que estamos dispuestos a aceptar.

Miles de niños participan actualmente en guerras que no tienen pizca de entretenimiento. En este video de la artista serbia Marina Abramović, titulado con gran precisión Dangerous games (“Juegos peligrosos”), se retrata esa doble moral que hace que las sociedades occidentales se alarmen de que los niños jueguen a la guerra, mientras permanecen inmóviles ante la violencia muy real que otros niños experimentan.

Existen casos de personalidad múltiple o principios de esquizofrenia que dificultan la correcta percepción entre realidad y ficción (de las que hablaremos en un próximo artículo); sin embargo, debemos insistir en que los videojuegos no pueden seguir pagando los platos rotos de la sociedad. Son una forma de entretenimiento tan legítima como el cine, la televisión y la literatura, no un campo de entrenamiento para futuros psicópatas, a menos que esas otras formas de transmisión de información también lo sean.

El tema da para mucho más, pero por lo pronto, si somos padres podríamos comenzar por reconocer que los niños saben muy bien lo que juegan y por qué lo juegan, los efectos de los videojuegos no sólo no son dañinos para la sociabilidad sino que pueden encauzarla y motivarla, además de que son en sí mismos una actividad sumamente divertida. Tal vez toda cláusula de un profesor/autoridad gubernamental que pretendiera censurar o poner leyes para dificultar el acceso a los videojuegos debería ir acompañada de su Gamerscore de la susodicha autoridad, sólo para que nos conste que sabe de lo que está hablando.

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